La eternidad perdida: Momo y su crítica social

Encender la televisión para ver una película que me ayudase a vencer el aburrimiento y a la vez hiciese que no me diera cuenta de lo rápido que pasa el tiempo, era, valga la redundancia, mi pasatiempo favorito. Aunque cuando estaba demasiado concentrado en los movimientos tan aesthetic con los que un hombre gris escribía en el espejo de la barbería la suma de los minutos exactos que pierde el señor Fusi anualmente, se me hacía imposible pensar en los míos propios.

De creer que hay que aprovechar y exprimir los segundos que tiene un día hasta que acabemos exhaustos, a dejar de hacerlo para vivirlo en nuestras propias carnes (esta expresión me parece feísima) solo tiene que pasar el tiempo, sin más, y entonces nos damos cuenta de si en algún momento de nuestra vida hemos hablado con algún hombre gris y ahora no podemos recordarlo.

Momo, la salvadora de la humanidad, es la culpable de que esté escribiendo esto, y por eso hoy voy a hablar de Michael Ende, inspiraciones surrealistas en su obra y la filosofía del tiempo que la caracteriza.

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Die Jagd nach der Taube [The hunt for the dove], 1933. Edgar Ende.

Edgar Ende fue de los primeros artistas surrealistas de Alemania (no me atrevo a decir que fue el primero porque hay mucha disputa con este tema y a ver si me van a acuchillar), pero al igual que el impresionismo y cualquier otra tendencia artística de la época, las autoridades nazis le prohibieron continuar con sus dibujitos raros, que es claramente cómo los llamaban.

En Carpeta de Apuntes, su propio hijo contaba que se encerraba en su habitación para hacer bocetos, apagaba la luz, se acomodaba en el sofá y se concentraba. Pero su dificultad era que esa concentración no consistía en tener en mente un determinado pensamiento, sino en concentrarse en nada. Con una conciencia totalmente vacía, tenía que evadirse de la «presencia de espíritu» porque si no, volvían a él ese torbellino de pensamientos y palabras que acompañan a una conciencia normal.

La tendencia a encasillar la Historia Interminable como el libro por excelencia en el que Michael Ende se inspira totalmente en la obra de su padre es un error porque mucho antes podemos encontrar en el Espejo en el Espejo e incluso en Momo, una relación muy clara con las imágenes rígidas, que no se mueven, pero que tienen un trasfondo desconcertante que nos presenta Edgar Ende. En ellas parece que el tiempo se ha detenido por completo, que el maestro Secundus Minutus Hora se ha quedado dormido y el flujo del tiempo ya no puede ser modificado.

Der Dunkle und der Helle Engel [The Dark and the Light Angel], 1946

Der Dunkle und der Helle Engel [The Dark and the Light Angel], 1946. Edgar Ende. Este cuadro hace de portada para el Espejo en el Espejo en la edición de Cátedra.

Momo surge bastante más tarde de haber pintado estos cuadros, en 1973, cuando Michael Ende, continuando con su literatura apta entre 8 a 80 años, nos presenta a una niña que vive en el anfiteatro de las afueras de la ciudad. Nadie sabe de dónde viene, dice tener 102 años, y su apariencia es lo que más extraña a la gente del pueblo, aunque no la rechazan e intentan ayudarla entre todos, aportando lo que pueden. El frío que no puede ser evitado ni arrimando la chaqueta que cubría casi todo el cuerpo de Momo es la alarma definitiva que alerta a la niña y sus amigos de los infames negocios que los hombres grises hacen con el tiempo de las personas de la ciudad, convirtiéndolos en seres dedicados a trabajar sin descanso, desprovistos de unos minutos para charlar, leer el periódico o simplemente dedicarse al daydreaming. Ante esta situación, Momo es la única que tiene el tiempo suficiente para salvar a la ciudad de la amenaza que suponen los ladrones de tiempo.

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Michael Ende, Momo, Alfaguara, 1979.

Lejos de ser una novela para niños, la crítica social que propone Michael Ende abarca bastantes temas de la manera más directa posible, no se limita a lo más absolutamente esencial, uniendo los pensamientos de una niña separada de sus compañeros con ideas antimaterialistas, filosóficas y toques surrealistas que sabe combinar  de la mejor manera posible.

En el Cuaderno de Literatura Infantil y Juvenil Año 5, Nº37 de 1992 el escritor se hacía la siguiente pregunta: «¿Por qué escribo para niños?«. Su respuesta fue muy sencilla: no lo hacía. Michael Ende escribía lo que a él le hubiese gustado leer de pequeño y para ello se servía de su concepto del Eterno Juvenil (adaptándolo del Eterno Femenino, otro tema, que está súper cancelled, del que no vamos a hablar en este blog si no es criticándolo desde la visión de Simone de Beauvoir) y os voy a poner directamente la cita más importante para entenderlo porque es una maravilla.

Sin embargo, una característica de nuestros días y nuestra edad es que ningún escritor o poeta osa retratar en sus libros un mundo parecido al mundo infantil, porque esto haría que se le etiquetara despectivamente como <<autor para niños>>. Esta etiqueta comporta que los libros infantiles queden relegados a la condición de género literario inferior —si es que pueden llamarse <<literatura>>—, escritos por personas carentes de talento para convertirse en <<auténticos>> escritores. Sin embargo, este punto de vista, lamentablemente tan extendido, no prueba nada, excepto, a lo sumo, el deplorable bajo nivel de comprensión artística de aquellos que lo sostienen y que, además, son suficientemente estúpidos para proclamarlo en público.

Michael Ende en CLIJ Año 5 Nº37 de 1992

¡Ay, fantástico!

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Michael Ende, Momo, Alfaguara, Madrid, 1989.

Para entender su obra también tenemos que comprender otros puntos que son mencionados en otro Cuaderno de Literatura Infantil y Juvenil, esta vez el Año 8, Nº78 de 1995, en el que se vuelve a mencionar la eternidad perdida por la conciencia del paso del tiempo. En la Alemania de los años 60, los personajes que eran niños-héroes triunfaban porque supieron llevar la soledad de un hogar donde la figura de unas personas responsables de la educación de sus hijos se desvanecía, y el materialismo, una avalancha de juguetes (el consumismo puro y duro) era lo único a lo que podían optar los hijos. Surgen así lo que se denominan Schlüsselkinder (niños de las llaves), jóvenes estudiantes a los que nadie espera en casa, como Momo, que tienen todo el tiempo del mundo para imaginarse mundos que se alejen de la realidad en la que viven.

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Die Mauer [The wall], 1948. Edgar Ende.

Si bien las puertas hacia el mundo de la fantasía podían ser atravesadas por estos personajes, no podían escapar del miedo de la realidad en la que vivían. La monotonía y la frialdad de los hombres grises, su desvanecimiento como por arte de magia nos muestra claramente cómo Michael Ende consigue hacer del miedo un factor principal de la trama, lo convierte en un personaje más, metaforeándolo como la principal amenaza con un objetivo concreto: hacer reflexionar. Su propósito lo consigue porque no le añade florituras ni pomposidades exageradas, los hombres grises son todos iguales, por lo que todos guardan la misma sensación tétrica. El Banco del Tiempo no es más que una institución donde se encuentran los hombres grises aprovechándose de la plusvalía de los ciudadanos, mercantilizando tanto el trabajo que el ser humano se encuentra alienado. Sí, debajo del miedo tenemos filosofía.

El tiempo no es un tema puro de la filosofía, sino que lo vamos a encontrar con más frecuencia desperdigado en varias disciplinas. Tomando como referencia el punto de vista científico, el tiempo no existe, sino que todo lo que forma el universo tiene una serie de ciclos. Pero no necesitamos competir con la física.

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Estudio SM, El ponche de los deseos, SM, 1989.

Cuando digo que Momo habla muy bien sobre el tiempo es porque no hace que lleguemos a comprender este concepto de manera racional, sino que hace que seamos conscientes de él de manera emocional y existencial, donde no podemos dar respuestas, pero podemos comprender una presencia de nuestro ser y cómo nos influye a nosotros mismos.

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The Eagle that Extinguishes the Light, 1953. Edgar Ende.

Los relojes de todo tipo de formas y colores, las manecillas avanzando y el tictac que hacen al hacerlo son los elementos preferidos por Michael Ende y acaba resultando casi en una obsesión metafísica muy relacionada con el surrealismo y el mundo onírico entorno al que giran las obras de su padre, Edgar Ende, en las que ya hemos visto que el tiempo se detiene. De alguna manera, este concepto va a tener unas connotaciones negativas porque este mismo es el culpable de que tomemos consciencia de la muerte. De ahí que sepamos que la eternidad es una realidad, pero cuando se queda desprovista de significado y conocemos la existencia de un simple reloj, quedamos supeditados a él. Solo una inocencia como la de Momo es capaz de ignorar el paso del tiempo y conocer la eternidad.

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The Storm, 1930. Edgar Ende.

La película de la que os hablaba al principio del post se llama Momo, una aventura a contrarreloj (2002), y aunque era de mis preferidas cuando era un renacuajo, después de leer el libro y analizarlo, se me ha quedado demasiado corta la adaptación de Enzo d’Alò, en la que solo se menciona un cuarto de toda la acción del libro. Escenas de «amor» forzado, alteración de personajes hasta tal punto que se los inventan, como ocurre con Gigi o con los habitantes de la ciudad, y escenarios demasiado fantásticos que ni siquiera aparecen en el libro, compiten con una banda sonora que me evoca a mi infancia en cada nota. Pero, sintiéndolo mucho, no la recomendaría y solo la vería como un suplemento para reponerse del aburrimiento extremo. Del mismo director, la que sí os puedo recomendar es Pinocchio (2012), una mezcla de un cuadro paisajista de Hopper con una animación muy particular.

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Momo, una aventura a contrarreloj. Enzo d’Alò, 2002.

Si habéis llegado hasta aquí se supone que también habéis vencido el discurso desmoralizador del agente n.º BLW/553/c y no me queda nada más que añadir. En realidad, el mensaje más importante que quería compartir escribiendo esto es que a Michael Ende le gustaban las tortugas.

Fukui Yukio.

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